EN TORNO A LA AUTODETERMINACIÓN
De Jean Alaux - Desconocido, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1251890Nuevo párrafo
Lo de la autodeterminación lo llevamos inscrito en los genes. Nos lo han grabado a fuego desde la guerra de sucesión de principios del XVIII y se ha reafirmado con mayor crudeza durante los años grises de la dictadura de Franco.
El 90 por ciento de los españoles estamos dormidos en política y el uno por ciento nos controla a través del cuatro por ciento de secuaces (prensa pagada principalmente). Solo el cinco por ciento se da cuenta del sueño a que nos tienen sometidos e infructuosamente intenta despertar al 90. Esta apreciación, atribuida a John McAfee antes de suicidarse en Barcelona, está, a mi juicio, plenamente vigente en el mundo y por tanto en España. El viejo dicho puesto en boca de Franco “haga como yo, no se meta en política” ha calado tan hondo en la ciudadanía, que es común echar pestes del arte de procurar la convivencia social, dejándolo en manos de los que se aprovechan de ello para medrar en su beneficio, legal o ilegalmente.
Las frases: “todos los políticos son iguales” o “aquí se permite todo menos hablar de política” están de plena actualidad en la mente de la inmensa mayoría de los ciudadanos, en la suprema ignorancia de que si el pueblo no se mete en política alguien hará política por él, y no precisamente en beneficio del pueblo.
En esas tesituras no sorprende que incluso aún haya gente que se incomode cuando oye hablar catalán o euskera. Y que la posibilidad de que pudiera haber una consulta para que un día pudiese romperse España supone para muchos, incluso votantes de partidos de izquierda, una vil traición a la sacrosanta unidad de la patria.
Y la mayoría lo afirma porque sí, porque se lo han grabado genéticamente, ignorando muchos que la unión política peninsular fue solamente una unión dinástica que conservaba las leyes, lenguas e instituciones de los países que por enlaces matrimoniales monárquicos se habían aglutinado en una sola cabeza. Hasta los absolutistas reyes de la casa de Austria tenían que acatar las leyes de los distintos territorios bajo su corona haciéndose llamar, también los borbones, “Rex Hispaniarum” (rey de las Españas) Felipe IV también fue rey de Portugal, pero bajo su reinado tuvieron lugar las sublevaciones de Cataluña y el país luso. Portugal consiguió separarse y desde entonces nadie pone en duda la soberanía del país vecino. ¿Qué hubiera pasado si hubiera tenido éxito la sublevación catalana? Pues que hoy Portugal sería una comunidad más de las Españas y Cataluña sería una nación independiente, reconocida por todos y muy probablemente dentro de la Unión Europea.
Tuvo que llegar, hace relativamente poco, tres siglos, una cruenta guerra en la que los aragoneses, catalanes y valencianos batallaron en el campo equivocado y por lo que fueron arrasados, tanto su lengua como su cultura y sus instituciones, pero en aquel momento no se produjo ninguna adhesión pacífica, sino que la unión podría llamarse así por derecho de conquista.
Se puede argüir que la Constitución de 1978, aprobada por la gran mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, consagra la unidad e indivisibilidad de la nación española, y que esta aprobación contiene la obligatoriedad del compromiso de unidad. Contra este argumento caben muchas consideraciones: que acabábamos de salir de una larga y represora dictadura y que lo que más se deseaba era una reconciliación y una vuelta a los valores democráticos, postergando incluso la forma de estado republicana anterior al conflicto civil. ¿Cuántos españoles que votaron afirmativamente quedan vivos? ¿Qué podrán pensar ahora los españoles que no tenían edad para votar entonces y los que aún no habían nacido? Una Constitución no es algo inmutable y debe adaptarse a las características sociales de cada época.
Si durante el mandato de Aznar o al principio del de Rajoy se hubiera consultado a los catalanes sobre su salida de España, es altamente probable que estos hubieran optado por la permanencia. A partir de ahí, tras el fiasco de la inconstitucionalidad de parte del estatuto catalán y las exigencias de un partido antes nacionalista pero soberanista en su huida hacia adelante, tal vez para enmascarar la persecución judicial en casos de corrupción, podríamos decir que la intransigencia del gobierno Rajoy produjo un aumento vertiginoso del sentimiento soberanista, hasta tal punto, que de obtener Cataluña su independencia, estarían obligados a levantar un monumento al presidente gallego por su contribución a la causa.
Por ello, incluso los que no deseamos en absoluto la segmentación territorial sino, al contrario, una federación ibérica incluyendo Portugal si ellos quieren, dentro de una auténtica Europa de los ciudadanos y no de los intereses de las grandes corporaciones, creemos que si una gran mayoría de un colectivo desea emprender un camino histórico por separado, deben preverse los mecanismos para que esta salida se produzca de forma incruenta, tal vez con las correspondientes negociaciones y compensaciones; algo así como un Brexit. Pero dadas las circunstancias esto no puede producirse en una sola legislatura. Hay que convencer a los españoles de que la mejor forma de caminar juntos es cuando la andadura se hace de buen grado. Y, tras un tiempo suficientemente amplio de consideraciones, acometer la empresa de reformar la Constitución para poder preguntar a los catalanes, muchos de los cuales no desean la independencia, aunque sí abogan por la consulta.
Esto que precede está dicho desde el convencimiento de que, si se abandonan las políticas ultramontanas y se aboga por la vía pacífica y por el reconocimiento integral de las distintas nacionalidades de España acompañado de una adecuada dosis de autogobierno, no llegará la sangre al río y no se producirá la desmembración del estado, sino que se reforzará siempre que la unión sea voluntaria con la consiguiente parcela de solidaridad entre los territorios que conforman España. O Iberia, que tampoco es un mal nombre. Y si hay ruptura, pues algo así decimos que pasó con Portugal, aunque sin guerra, y ahí estamos.
José María Barbado. Mérida