La Sierra de Segura IX
Cueva del Agua en La Toba
Hay en la Toba un par de bares donde sirven comidas; en uno de ellos, una mujer joven, la dueña, advierte a un grupo que para preparar unos andrajos o un cocido tendría que haber sido por encargo, y que en ese momento estaba sola; podría hacer unas chuletas de cordero con patatas.
Como el hambre era mucha nosotros también aceptamos la oferta: dos hermosos platos de chuletas con patatas y pimientos rematados con un huevo frito; el vino, manchego, naturalmente; el ambiente agradable y la gente no mucha, aunque de sobra para agobiar a la dueña, que recibió auxilio al pronto de su marido e hijo. Un letrero enmarcado advierte algo sobre la tapa: recuerda al cliente que es algo gratuito y deferencia del propietario; tapas exquisitas que se hacen sobre la marcha en ocasiones, como la que nos pusieron de chorizo crudo montado en un pinchito y sobre una cazuelita de barro con aguardiente. Como se puede suponer el chorizo era para flamear, pero yo no vi el aguardiente y lo apuré crudo acuciado por el apetito; aun así, estaba deliciosamente picante.
Uno de los del grupo contiguo nos dio una tarjeta con la dirección de unas casas rurales por si nos interesaba para pernoctar; él lo había hecho la noche anterior y se manifestaba muy satisfecho; eso sí, nos dijo que fuéramos de parte de “El Chispa”.
Como sana costumbre, el paseo después de almorzar, ya que no es bueno montar con el estómago lleno: hace las digestiones pesadas. No está bien, pero quisimos buscar un fragmento de la roca que allí tanto abunda y que quedaría bien en la biblioteca; imaginamos qué sería de La Toba si todo el mundo robara un trocito. Preguntamos a una señora que estaba cogiendo nueces del suelo (hay muchos y hermosos nogales en la aldea) y nos dijo que más abajo, donde las chorreras, había muchas, pero las habían destrozado los conseguidores de recuerdos. No fuimos allí, tomamos una muestra suelta al lado del camino y abandonamos la aldea.
Casicas del Río Segura apenas se advierte semioculta bajo el nivel de la actual carretera; es un pueblo de la vega que más adelante desaparece bajo las aguas del embalse de Anchuricas; allí se han represado las aguas del río y apenas queda sitio en el valle para que pase la carretera, por ello vamos faldeando y dejando atrás caminos que ascienden a otras tantas aldeas: Las Gorgollitas, El Cerezal y Peguera del Madroño. A Las Gorgollitas sí subimos, tal vez por lo sonoro del nombre. Es un poblado alto y alejado que debe de enterrarse en blanco cuando nieva; no obstante su aislamiento se advierten signos de vida y actividad en el caserío, pues los aperos modernos de labranza y algunas casas nuevas así lo delatan. Al bajar, la vista queda fija en los escarpes rocosos del otro lado del valle. Impresiona un inmenso orificio en la roca que incluso da cobijo en su seno a corpulentos pinos. Pasada la presa cruzamos el río a su margen derecha por un carril que nos lleva a Míller, en una vega llana regada por las acequias del pantano; cuando volvemos a la carretera, al poco nos damos con las Juntas de Míller, donde el Segura recibe las aguas del río Zumeta y se represa para dar vida a una central eléctrica; pasado el cauce y ya está uno en tierras de Albacete: La sierra continúa menos agreste hacia Góntar y Yeste donde hicimos una pequeña incursión y al rato regresamos, pues quedaba mucho aún para terminar.
En el cruce de las Juntas hay un monumento a los gancheros. Es un enorme tronco y está cerca del túnel que engulle la carretera de Santiago; por ahí seguimos.
Un alto en una venta cerca de Vites para tomar café; aún quedan grupos de domingueros, sobre todo murcianos, que se disponen a regresar a sus hogares; en la barra el camarero dice que con los clientes que tiene normalmente hay bastante y sobran; que lo único que hace tanta gente es estropearlo todo. Ciertamente es así: llaman al teléfono y el camarero contesta que todas las habitaciones están llenas los próximos fines de semana; no hay duda, asistimos a la masificación de la sierra, que será una realidad en un par de años.
Aprovecho para telefonear a la casa rural que nos recomendaron; estaba libre una con dos dormitorios, salón, cocina y baño; al ser domingo y sólo una pareja, nos la alquilaron por seis mil pesetas. Había que ir a El Cerezo, uno de los poblados que, próximos a Santiago bordean los Campos de Hernán Perea. En realidad, nuestra intención era dormir en el hotel San Francisco, pero la recomendación de nuestro amigo “El Chispa” nos hizo ilusionarnos con una casita en el campo donde sólo se pudiera oír el silencio, o si acaso algún perro lejano o el canto de los grillos.