VOLVER A ROMA IX

VOLVER A ROMA IX

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    Via dei Fori Imperiali


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    Una papelera.



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    Otra papelera

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    No sirve la cadena.


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    Buen sitio para muñecos.


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    Jaula del coliseo

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    No parece haber sequía.


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CAÓTICA ROMA

 

Uno se escandaliza e incluso se indigna cuando contempla su ciudad sucia o mal mantenida. En la Mérida de mis entretelas sufro mucho cuando contemplo esparcidos por la vía pública restos dejados en el suelo por los viandantes. El lema de la empresa concesionaria de limpieza de Mérida “Históricamente limpia”, resulta una afirmación patética que se podría completar con: “…contemporáneamente sucia” si comprobamos el estado de la vía pública. No creo exagerar si digo que Mérida es una de las ciudades más sucias de Extremadura, y lo lastimoso es que el alcalde asegura que es una de las que más gasta por habitante en estos menesteres, y no creo que mienta.

 

¿Qué pasa? Que en Mérida hay más incívicos que perros, que ya es decir. Incívicos que pasean perros y no recogen sus excrementos; personas que creen que las colillas, por ser de pequeño tamaño, no son basura; que dejan una nevada de cáscaras de pipa en los bancos del parque; incívicos jóvenes, futuro de la ciudad, que dejan sus desperdicios de botellones encima de los bancos junto a una papelera que permanece vacía. Incívicos que arrojan al suelo impunemente los papeles y envoltorios; incívicos que depositan la basura fuera de los contenedores. Incívicos que escupen en el suelo de la vía pública; incívicos que tiran al suelo servilletas y restos en las terrazas de los bares e incívicos que lo consienten… que motean el suelo con chicles tan difíciles de eliminar del pavimento, que depositan enseres viejos en los lugares más insospechados… En fin, incívicos que se sienten a gusto revolcándose en la basura que ellos mismos generan y que provocan úlcera de estómago a los que no podemos sufrirlo y rechifla y repulsa a los visitantes que pueden permitirse el lujo de hacer chiste alterando el orden de las letras del nombre de nuestra noble ciudad bimilenaria. Tal vez la empresa de limpieza podría mejorar en algunos aspectos, pero es evidente que no podemos tener un empleado ni un policía detrás de cada ciudadano. Por lo demás, Mérida, mi ciudad adoptiva, en la que me siento tan a gusto, es una ciudad cuidada en sus estructuras viarias, mantenida, con excepción de algunas zonas de extrarradio y con un tráfico ordenado como corresponde a una ciudad de pequeño tamaño.

 

Déjenme que me explaye en estas consideraciones antes de decir que en Roma todas estas consideraciones no sirven. No pongo en cuestión el civismo de los romanos, aunque anecdóticamente haya visto alguna mujer de avanzada edad tirar sin disimulo unos papeles al suelo –generalmente, salvo en los barrios turísticos del centro, en los que imagino que los servicios de limpieza actuarán más frecuentemente para no ser desbordados, puedes recorrer muchos metros antes de encontrar una papelera- lo que sí se puede afirmar es que la limpieza viaria en los barrios de Roma está limitada solo a evitar las grandes aglomeraciones de basura –y los consiguientes problemas sanitarios- que supondría la no recogida de contenedores, y aún así estos se encuentran desbordados con frecuencia. Las calles se adornan de desechos varios, acumulados a sotavento, lo que demuestra que nadie pasa a limpiarlos en semanas o meses, tal vez años. A veces se ven algunos jóvenes, que parecen voluntarios, generalmente inmigrantes, que por unas monedas pasan el cepillo por las aceras públicas en las zonas residenciales. Las papeleras, -muchas lucen sus contenidos al tratarse de simples bolsas transparentes sujetas a un aro- suelen mostrarse llenas y con residuos en los alrededores.

 

Con frecuencia se pueden ver bicicletas mutiladas a las que les faltan generalmente las ruedas, encadenadas a postes y con meses de intemperie sobre sus oxidados restos. Los enseres abandonados en las aceras, próximos a los contenedores, suelen permanecer varios días hasta que son recogidos. Esto, naturalmente, no sucede en el centro, pues sería el colmo que las aglomeraciones turísticas tuvieran que lidiar con restos de todo tipo. Hay que aparentar.

 

Atrajo mi atención que todas las fuentes públicas de agua potable en Roma, que suelen prodigarse por muchas partes, surtieran de agua a los viandantes de forma continua sin grifo alguno que cortara el caudal; algo impensable por nuestras latitudes, donde las fuentes naturales se han ido secando y las urbanas, escasas, pueden suministrarte agua si abres el grifo o pulsas el resorte correspondiente. No acierto a imaginar, ni lo he preguntado, qué harán con todo ese remanente de agua potable que circula libremente; si la utilizarán para riego o volverá al río. Lo cierto es que la situación de sequía que afecta a toda Europa y más a nuestro terruño, no parece propicia para ir derrochando el líquido vital.

 

Mención especial merecen los transportes públicos de Roma. Una recomendación para todos los que tengan que hacer algo en cualquier lugar y a una hora concreta, en particular en horas punta: Si pueden, vayan caminando, y si no, prevean una anticipación enorme sobre la hora de salida y el tiempo de recorrido si es que desean ser puntuales. Si no, tienen una excelente excusa para justificar el retraso; los autobuses en Roma llegan cuando les da la gana y tardan lo que el caótico tráfico de Roma les deja. En honor a la verdad, con suerte, si no son horas punta o se trata de líneas que no circulan por lugares turísticos, podéis conseguir incluso algún asiento libre, pero en muchas ocasiones debéis armaros de valor y meteros en un antro poco ventilado donde milagrosamente siempre puede entrar alguien más y las puertas pueden cerrarse. Es cuestión como en todos sitios, de horas punta. El metro es más puntual, pero al ser tan deficitarias las líneas de suburbano y encontrarse en obras gran parte de las líneas, los apretujamientos pueden ser peores y además menos ventilados.

 

Son muy pocos los autobuses que exhiben paneles donde anuncian las paradas. Algunos avisan por megafonía, a veces poco audible en el ruido, y más para mi sordera. Muchos no avisan de nada y quienes no conocemos la línea tenemos que ir contando las paradas o mirando el nombre que figura en las marquesinas de las fermatas (paradas)

 

En su libro Un Otoño Romano, Javier Reverte asegura que no pagaba en los autobuses, porque entre otras cosas nadie lo hacía, y que si no compró billetes no fue por ahorrarse el dinero, sino por no pasar por tonto ante los demás usuarios, quienes incluso podían mirar con guasa si le veían validar el billete. Aparte de que en ocasiones no pude hacerlo por la imposibilidad de acercarme a la máquina validadora (la gente suele ser tan amable como para pasarse de unos a otros tu billete hasta la máquina de validar), no tuve yo esa impresión. Es cierto que vi a pocas personas introducir el billete en la ranura, pero supongo que, aunque debe de ser cierto que se sella en pocas ocasiones, muchas personas llevarían su bono en el bolsillo, y en nuestro caso puede más el sentimiento cívico que el miedo a hacer el canelo; compramos los billetes y procuramos pagar siempre que podemos.

 

 Por lo demás, no estáis a salvo de que os suceda como a mí: entrar en un autobús abarrotado y sin darme tiempo de acercarme a la máquina me intercepta una empleada y me pide el billete. En mi chapurreante italiano –español italianizante- intento explicarle que acabo de entrar y ella se interponía en mi dificultoso camino al aparato. Mi impotencia llegó a la exasperación al no poder siquiera explicarle estos términos. No sirvió de nada (me dicen quienes han pasado por esta experiencia que les da igual, aunque la máquina hubiera estado estropeada) Tuve que pagar una multa de 54,90 euros. Solo acerté a decirle en español que ya se había ganado el jornal del día.

 

A consecuencia de tal injusticia que elevó considerablemente el precio global de mis viajes por Roma, prometí solemnemente que en lo que me quedara de estancia no volvería a pagar más desplazamientos. Quienes me conocen saben perfectamente si cumplí mi promesa.

 

 Ya abundo a lo largo de estos relatos en mis descripciones acerca del transporte público romano; tanto el autobús como el metro, -el tranvía es otra cosa- unidos a un tráfico bastante caótico, constituyen un sistema de unidades muchas de ellas antiguas, impuntuales y casi siempre llenas a rebosar.

 

Durante mi anterior estancia estuvo a punto de atropellarme un vehículo mientras cruzaba la calzada por un paso de peatones, lo que hubiera sido un colofón perfecto a nuestras vacaciones romanas. Es un buen consejo precaver a todo visitante de la ciudad eterna de que una de las actividades más peligrosas consiste en cruzar la calzada en una vía con mucho tráfico. Si insensato es intentar cruzar por cualquier sitio no señalizado, un poco menos lo es hacerlo por un paso de peatones no regulado por semáforo, incluso con semáforo si este muestra para los peatones el hombrecillo verde y para los vehículos una luz anaranjada intermitente en vez de la roja fija. No esperemos a que los vehículos se paren cuando adviertan nuestra intención de cruzar, como sucede en la mayoría de las calles de España. Se puede estar horas esperando si no dejan de pasar coches. Para cruzar hay que lanzarse temerariamente incluso llegar a gesticular para provocar que los vehículos se detengan a tu paso, lo que considero a todas luces un riesgo para la integridad física del peatón, pues algunos coches incluso llegan a acelerar cuando advierten tu intención. Y no exagero.

 

Es habitual encontrar coches aparcados en medio de un paso de peatones o en los espacios reservados a fermatas de autobús. La congestión y masificación de vehículos favorece todo eso, y no solo en Roma, sino en todas las grandes ciudades del mundo. La diferencia es que, por ejemplo, en Madrid o Barcelona abundan los policías locales dispuestos a empapelar a quienes transgreden las normas y en el caso romano, aún no he podido comprobar que los municipales vayan por ahí haciendo de las suyas. Tal vez actúen ante una obstrucción grave de la circulación.

 

No parecen importarme todas estas particularidades caóticas de la ciudad. Si viviera aquí de continuo llegarían a importunarme, o quizá me acostumbraría tan a ello que lo vería normal -o no, porque me noto cada vez la cabeza más cuadriculada y advierto con desagrado que me estoy volviendo un poco cascarrabias-. De la misma forma ahora distingo el carácter generalmente amable de los romanos, proclives a ayudarte, lo que crea buen ambiente para mi percepción. Uno camina por las aceras destrozadas y faltas de mantenimiento, cerca de elementos del mobiliario urbano fragmentados, en desuso o con un anuncio perenne de una reparación que no llega, pero transiges con ello admirando las fachadas elegantes u ostentosas de edificios de toda época, muchos de ellos construidos en tiempos del fascismo para impresionar al pueblo, admirando la factura de una iglesia o los restos majestuosos del pasado más antiguo que aflora incluso en los lugares más insospechados.

 

Roma, con sus imperfecciones y peculiaridades, sigue siendo un lugar de asombro y admiración. Es un ser vivo que mantiene un equilibrio entre sus miserias y sus grandezas, de forma que estas últimas ocultan las primeras permitiendo que el organismo sobreviva a pesar de todo. Cada callejón y plaza cuenta una historia, y aunque la gestión de la ciudad puede no ser perfecta, su riqueza cultural y patrimonio histórico ofrecen una experiencia inolvidable para residentes y visitantes por igual.

 

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