VOLVER A ROMA XI
Una prueba más de mi buena voluntad para conseguir frecuentar el centro turístico dominando mi aversión a las multitudes se dio, una vez más, un jueves fresquito de finales de abril, con más nubes que claros y tal vez amenazando con algún chaparrón leve de estos típicos de primavera. Me pertreché de miniparaguas y acudí a la parada del bus que hay frente al apartamento.
Ahora habla el obsesionado con los autobuses de Roma, que cuenta la misma batallita dando la vara con el tema en cada capítulo que escribe:
Dejé pasar el 16, porque había que hacer trasbordo en Termini y decidí esperar el 81 que me dejaba al lado de mi objetivo. Uno nunca acierta con estas cosas sometidas a las leyes de Murphy: cuarenta y cinco minutos después el citado 81, que en teoría pasaba cada quince, no había llegado y sí otro 16 que tomé para cambiar al 64 frente a la estación central. No acierto a describir cómo fue el recorrido de este último. Si piensas que es imposible que pueda caber una sola persona más en el vehículo, te equivocas. Siempre hay dos o tres que se meten y no se sabe ni cómo entran, ni cómo se pueden cerrar las puertas. Si piensas que los que esperan en una parada no van a abordar el bus porque va repleto, te vuelves a equivocar, entre otras cosas porque los sufridos usuarios de ATAC, la empresa que gestiona los transportes urbanos, saben que no saben cuánto van a tener que esperar para intentarlo en el siguiente. Los autobuses en Roma recuerdan los camiones cargados de personas hasta encima de la cabina del conductor que realizan recorridos por las carreteras de Marruecos.
Cerca de la parada (fermata) donde descendí, en la Plaza de la Cancillería, se ubica la exposición permanente de Leonardo da Vinci. Había comprado una entrada a través de la aplicación con la que adquirí la de la cárcel Mamertina y pasó lo mismo: tenías que pasar por taquilla, con lo que la presumible ventaja de no guardar cola no existía. Afortunadamente, esta atracción no es de las más demandadas y ni había que esperar ni registraba un número excesivo de visitantes. La muestra ofrece la materialización de gran parte de los artefactos que el gran genio de Vinci había plasmado en sus notas y bocetos, Muchos de ellos preludios de los avances tecnológicos actuales: había desde un carro de combate, una ametralladora, un puente portátil, aparatos de medida diversos, artificios voladores accionados por el viento o la fuerza humana, hasta inventos caseros, y otros objetos salidos de la fértil imaginación del polifacético hombre del Renacimiento, todo ello bien explicado y con algunos recursos de imágenes virtuales tridimensionales.
Una vez fuera, comencé a deambular por las calles en torno a la atestada Plaza Navona, y como era hora de comer, resolví buscar una ostería recomendada en muchas guías para después, con el estómago tranquilo, abordar el paseo intentando abstraerme de las multitudes que llenaban las aceras. Sí. Sería mejor con el estómago lleno.
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El restaurante en cuestión se llama Ostería Trattoria da Fortunata, en el corso del Renacimiento. Tiene fama porque sus pastas son elaboradas artesanalmente, como muchas otras en Roma. Seguro que es cierto. Díganme “iluso” o “pardillo” y aceptaré pacientemente el calificativo. Al llegar vi justo tras el gran cristal de la ventana, a modo de escaparate, a una mujer que sobre una mesa se dedicaba a elaborar a mano la pasta que supuestamente se cocinaba después: puro “marketing” esto último. Entré directamente en el local y pedí una mesa para mí solo. El camarero me dijo en español que tenía que guardar cola, señalándome la calle. Miré detrás de mí y percibí una fila de cien personas esperando entrar en el restaurante. Ante tal locura opté por sentarme en la pizzería napolitana de al lado, Sofia, que tenía un par de mesas libres (después hubo también una gran afluencia) y pedí, cómo no, una pizza, concretamente la Napoli, que lleva anchoas.
Un tópico más: cerca de allí está la cafetería Sant Eustacchio, en la plaza del mismo nombre frente a la iglesia también de su nombre, una iglesia donde a nadie se le ocurre casarse, por la cornamenta de ciervo que campea en la fachada del templo. Vamos a cumplir con el común. Había mesas libres servidas por camareros, mientras que ante la entrada había una gran cola para cumplir con el rito de tomar un café en barra, al modo de los romanos. ¿Cómo puede ser que entre tanta muchedumbre haya varias mesas libres? Hay dos explicaciones: La primera es que la tradición manda tomar el café rápido en la barra, y no en mesa. La segunda es que no todos están dispuestos a pagar cinco, seis o más euros por un café servido por un camarero con su vasito de agua, como me pasó a mí, pánfilo, que caigo en los tópicos como un pardillo sentarme a tomar una taza del mejor espresso de Roma ¿O es la Tazza d’Oro, cerca de allí? Ahí la diatriba que ha servido para que estos dos templos del café se estén forrando a fuerza de salir en todas la guías turísticas explotando su “rivalidad”. No soy un experto en café ni por asomo, sólo puedo decir que este me gusta y este otro no tanto, y que en Italia y en Portugal se hace mejor café que en España, debido tal vez a la generalización del torrefacto en nuestro país por motivos económicos de posguerra. ¿habrá mejores cafés en Roma? Seguro que sí. Yo, como buen turista cumplí con la tradición.
No había terminado de degustar mi café –capuchino, como mandan los cánones del turista que se precie, algo que yo no suelo tomar nunca- y comienza a llover, aunque no muy insistentemente. La cola ante la osteria da Fortunata había menguado, pero aún había paragüeros inasequibles al desaliento. La decisión que tomé en ese momento estuvo motivada por varios factores: la presión de las masas deambulantes, el agua que estaba comenzando a caer, y la presencia del autobús 81 de regreso a casa, que venía casi vacío y pude incluso sentarme y disfrutar del viaje de vuelta. Lo dicho. Un intento fallido de echar el día sumergido en la ebullición turística.