Para llegar a Casas de Carrasco debíamos volver por la misma carretera principal hasta pasar de nuevo Pontones; pero la intención se quedó en eso: a unos tres kilómetros de Santiago oímos un fuerte chasquido bajo el capó del coche e inmediatamente se encendió la luz de emergencia y los frenos dejaron de funcionar. Como íbamos cuesta arriba y despacio, no costó demasiado dominar el vehículo y apartarlo de la carretera en una llanada; allí volvimos a comprobar con precaución la magnitud de la avería, y sin tener remota idea tuvimos que emprender a pie el regreso a Santiago para llamar al servicio de asistencia en viaje, pues en la zona donde nos ocurrió el percance nuestra compañía de telefonía móvil aún no había instalado cobertura.
En el panorama pintaban bastos. Probablemente pasaríamos el resto del fin de semana esperando que el lunes repararan el vehículo; y no resultaba esperanzador encontrarnos en unos parajes donde probablemente no había talleres mecánicos capacitados para meter mano a nuestro todo terreno. A medida que caminábamos iba acomodándose la idea de ser remolcados durante ciento cuarenta kilómetros de distancia hasta Úbeda, donde al menos podríamos pasar el domingo visitando nuevamente la histórica ciudad.
Al pasar por el tramo donde se vislumbró la avería pudimos recoger del asfalto un fragmento de correa; esto nos animó un poco: probablemente se había partido alguna, con lo que su reparación resultaba posible, si encontrábamos correas de esa medida. Unos extranjeros que recordamos haber visto desayunando en el Parador nos recogieron apenas un kilómetro de iniciada la marcha y nos dejaron en la gasolinera. Una vez allí, puestos en contacto a través de la compañía de seguros con la grúa que nos recogería, respiramos algo más aliviados. Nos advirtieron que venían de Cortijos Nuevos, a unos cincuenta kilómetros, y que tardaría una hora en llegar. No fue una hora, sino casi dos, y dio tiempo para tomar café, pasear, preguntar su opinión al mecánico del taller próximo a la gasolinera, que corroboró nuestra impresión de que se trataba de la correa, a que un individuo de raza gitana nos ofreciera cestos artesanos, y a desesperar un poco.
Por fin llegó la grúa. El trayecto, montados en la cabina del camión, resultó ameno, pues el conductor era palabrero y con él conversamos sobre muchos aspectos de la comarca y de su trabajo; le hicimos ver nuestra extrañeza de que en Santiago no existiera ningún servicio de ayuda al automovilista; al parecer ésta y otra radicada también en Cortijos Nuevos son las únicas empresas de grúas establecidas en una comarca de quinientos kilómetros cuadrados: En Orcera y Cazorla hay otras, pero están más lejos. Cortijos Nuevos es un pueblo reciente en expansión; se debe a su situación céntrica y su enclave en la llanura. Aunque administrativamente depende de Segura de la Sierra, nos cuenta que en aquélla hay más actividad: varios bancos, supermercados y talleres, hoteles, un instituto y un hospital del Servicio Andaluz de Salud que dice van a construir. Se observa una cierta rivalidad entre Segura y Cortijos Nuevos: mientras éste es la actualidad, aquélla es la historia. Asistimos al devenir de las poblaciones. La economía y las necesidades determinan implacablemente el destino de los pueblos.
Nos habla también de los atractivos de la comarca; unos los conocemos y otros no. Nos invita a visitar El Yelmo, un imponente peñasco que domina el sector nordeste de la comarca, a cuya cima se puede acceder con vehículos todo terreno, y desde el que se puede disfrutar de una impresionante panorámica, sirviendo de base de lanzamiento de alas-delta y parapentes.
Nos habla de Río Madera que pensamos recorrer mañana, como un paraje que no tiene nada que envidiar a Cazorla. De la Cabeza de la Mora, pintoresca aldea que deseamos conocer tras haberla visto en un reportaje de televisión, dice no saber dónde se encuentra. En esta charla llegamos al taller. El hombre sacó un puñado de correas de distintos tamaños y se puso manos a la obra. Nos indicó que fuéramos de su parte al hotel Los Pinos donde sólo quedaba una habitación estrecha con dos camas y con una ventana que daba al paredón de un angosto patio interior. ¡Qué remedio! ; al menos tenemos la esperanza de poder continuar mañana nuestra ruta.
El regreso al taller no nos proporcionó la alegría de tener el coche reparado: aún sudaba el hombre tratando, entre decenas de correas, de acoplar al coche un par de ellas.
- Pero, ¿Es que no las hay de la medida adecuada?
- Unas le vienen largas y otras cortas. – respondía.
Poco a poco fui deduciendo que no disponía de la medida que requería nuestro modelo; puede ser por el deseo de que no se nos aguara el viaje, o tal vez por ganar las pesetillas que suponía la reparación; lo cierto es que no se atrevió a decirnos que no podía arreglar el coche por no disponer de la pieza de repuesto; y allí seguía cambiando, forcejeando y sudando hasta que acudió su compañero de taller y con mucho esfuerzo de los dos y mío pudimos acoplar dos correas que venían cortas.
-¿Cree usted que podremos ir tranquilos?
- Hombre, los rodamientos van algo forzados, se lo he puesto para salir del paso.
- Pero así no puedo ir a gusto hasta Málaga... prefiero esperar hasta tener la pieza.
- La pieza no la tendremos hasta el lunes.
- ¿Y si pusiéramos las correas de aquel Patrol? – propuso el compañero. – Es nuestro y podríamos reponerlas nosotros el lunes, y estos señores se pueden ir tranquilos.
Las correas del otro vehículo estaban seminuevas y en diez minutos las habían cambiado de coche. ¡Llevábamos tres horas y media esperando! Nos habíamos hecho a la idea de visitar esa tarde Segura y cuando salimos del taller, ya de noche, sólo tuvimos tiempo de tapear algo e irnos a la cama.