Por: José María Barbado
Parece que Santiago se abastece y sirve sólo a sí mismo, y que tanto los vecinos del núcleo como los de las poblaciones diseminadas recurren a desplazarse a otros lugares, resultando penoso, dadas las distancias y la escasez de comunicaciones. Pocos comercios y establecimientos de hostelería, un taller mecánico, una pequeña gasolinera, un centro de salud y un instituto de secundaria para estos pueblos que sólo tienen en la explotación de sus recursos medioambientales y turísticos la clave de la mejora de la calidad de vida de sus habitantes, y que han visto reducida su población y aumentado su envejecimiento. Pero al mismo tiempo se encuentran en un estado intermedio entre el atraso y la modernidad. En ese tránsito han perdido sus señas de identidad y, por tanto, la posibilidad de recibir visitantes atraídos por la conservación de su arquitectura popular, costumbres y monumentos.
Así, aunque sábado, las calles de Santiago aparecían vacías. Casualmente pudimos entrar en la iglesia porque se estaba celebrando el culto, pero no era correcto deambular por ella por respeto a la actividad que allí se desarrollaba. Recuerdo el tiempo en que las iglesias permanecían siempre abiertas: constituían un refugio espiritual aunque también físico. A la iglesia se podía ir a cualquier hora a rezar o a disfrutar de las impresiones que te invadían por todos los sentidos: el olor de la cera y su combustión; de las partículas de incienso suspendidas en el aire; la penumbra rota a trechos por la luz que se filtra por las vidrieras; la visión imprecisa de las imágenes y de las inscripciones; el resonar hueco de las pisadas; el crujir de los bancos de madera; el retumbar de alguna puerta al cerrarse; el misterio de las capillas laterales y de las tumbas adosadas; la sensación al pisar las losas sepulcrales o al subir los peldaños del altar mayor; y el frío, que impera en todas las viejas iglesias, que se hace fresco agradable en pleno rigor de la canícula y que se te mete en los huesos durante los meses invernales. A veces estaba solo o sintiendo al sacristán y los monaguillos charlando en el local semiprofano de la sacristía; otras veces se divisaban diseminadas por entre los bancos algunas mujeres rezando.
Ya no es así. La rapiña y el expolio de las iglesias han determinado su cierre. Las ocupaciones de la gente en la vida actual no permiten que pueda haber personas encargadas de la custodia de estos lugares. Los templos que se encuentran próximos a las rutas turísticas o los que tienen la suerte de atesorar valiosas piezas (o ellos mismos constituyen una apreciada pieza de arquitectura) se las han ingeniado para sacar partido a los turistas y por un módico “donativo” podrán gozar en un horario más amplio de una desangelada visita, guiada o no.
El hotel San Francisco es de nueva construcción, de estilo impreciso, como tantas construcciones que se levantan hoy. En la planta baja tiene un presuntuoso gran salón para bodas, banquetes y comuniones; una barra con algunas mesas y un comedor no muy amplio con la inevitable televisión al fondo. Pedimos dos cervezas y con ellas nos sirvieron dos platitos de migas con tropezones que nos cayeron bien, dados la hora y el apetito. En todos los bares de Jaén, Granada y Almería acostumbran a acompañar las consumiciones con una tapa por el mismo precio. En Cazorla, por ejemplo, los bares compiten por ofrecer a los clientes la mayor cantidad y variedad posible. No ocurre así en el resto de las provincias andaluzas, donde la tapa se paga aparte (resulta caro ir de tapeo por Sevilla o Málaga); hay detalles que llegan a fastidiar, como que casi te obligan a pedirla cuando el camarero, tras servirte, te pregunta: “¿y de tapa?”
Para almorzar pasamos al salón comedor. La carta no era muy extensa, y entre la oferta pedimos una sopa de almendras y tomate y algo de cordero asado, por probar la carne del país. La comida se mantuvo en lo aceptable, aunque no el vino, un manchego normalito que tenían como el mejor de la bodega.
De nuevo en ruta. Nuestro propósito era hacer la tarde por los carriles que salen de Casas de Carrasco, localidad próxima a Pontones, rodean el embalse de El Tranco y llegan a Hornos, una atractiva localidad enclavada dentro del término de Santiago, muy remozada, y que por la disposición de su caserío y la muestra de arquitectura popular que ofrece al pie de la fortaleza roquera, fue declarada monumento histórico. Este antiguo camino comunica varias aldeas, como La Ballestera, La Parrilla, Los Goldines, Fuente la Higuera y Hornos Viejos.