Por: José María Barbado
Tras una subida pronunciada volvemos a descender hacia un valle amplio y de suave pendiente; la siguiente formación montañosa nos deja un respiro de un par de kilómetros. La mayor horizontalidad y extensión de este valle o nava ha favorecido el asentamiento humano: la Nava de San Pedro es un hermoso caserío con viviendas diseminadas, alguna de las cuales forman algo parecido a una calle al lado de la pista. Las casas están rodeadas de tierra de labor y de numerosas choperas que en estos días filtran y doran la luz otoñal en una estampa agradable de observar.
Guardamos un grato recuerdo de nuestro anterior paso por este lugar. Una de las casas junto a la pista era una antigua venta que antaño sería más frecuentada por apostarse junto al camino que une Cazorla y Santiago de la Espada. En este tiempo bien podría ser una hostería o bar-restaurante de carretera si hubieran asfaltado la pista; por este motivo fue declinando y, cuando nosotros lo visitamos, sólo encontramos a la dueña con su prole, rodeada de gallinas, y a un guarda forestal. Habíamos salido del campamento del Puente de las Herrerías y tras deambular por varios lugares iniciamos el recorrido por esta pista que, como ya se dijo, estaba pavimentada en sus primeros kilómetros; comenzamos a recorrerla en su tramo sin asfalto, y, dado que el terreno estaba en malas condiciones y que nuestro vehículo no era un todo terreno, decidimos volver pasado un trecho. Era ya la hora en que nuestros estómagos demandaban su parte; dimos con la venta y decidimos preguntar a la dueña si servía comida: “Unas migas iba a preparar para hoy; si quieren...”
Ni media palabra más. Entre una interesante conversación entre el guarda y la dueña y la mirada curiosa de los chiquillos, las migas salteadas con trozos de carne y tocino frito fueron dando vueltas en la sartén empujadas por la paleta; y cuando estaban doradas y humeantes, con un olor que levantaba a los espíritus, dimos buena cuenta de ellas en sendos platos que nos prepararon para la ocasión, pues como es sabido, lo usual en zampárselas directamente de la sartén mediante el sistema de “cucharada y paso atrás”. Del precio que nos pidió por las migas acompañadas por unos buenos tragos de vino, mejor ni hablar. En este viaje la venta estaba cerrada y se veía poca gente: una cuadrilla de trabajadores descansaba tomando el desayuno.
A partir de aquí el paisaje cambia. Subimos de nuevo serpenteando las estribaciones de la sierra, una veta kárstica entre formaciones margo-calizas; aquí los pinos ralean entre las formas puntiagudas de las rocas calizas. El paisaje está erizado de estas formas producidas por la desintegración más rápida de los materiales blandos. En una de las numerosas revueltas, y junto a un arroyo denominado de Valdeazores, un camino a la izquierda cortado con cadenas como muchos otros del Parque, conduce a las lagunas del mismo nombre. Éstas son unas balsas pintorescas que el arroyo forma rellenando las cavidades; objeto de visita de cientos de excursionistas que realizan el recorrido a pie desde la otra vertiente de la sierra. Olvidamos el camino y seguimos por nuestra ruta ascendente hasta la meseta de más de mil trescientos metros de altitud que está situada entre la sierra de Almorchón y La Empanada. Estas sierras culminan en los respectivos picos que llevan sus nombres, y que son de las mayores alturas del macizo al rondar los dos mil metros.
Al término de la subida atravesamos un control de entrada a la reserva de caza. Es el control de Rambla Seca donde un cartel nos avisa que la barrera se cierra durante las noches y nos propone itinerarios alternativos. El control parece servir también para delimitar dos paisajes bien diferenciados: Ante nosotros se abre una llanura desarbolada cubierta de pedregales y pastos con algunas cárcavas formadas por el paso de los arroyos: son los campos de Hernán Perea. El camino discurre suave entre los pastos rebasando algunos refugios de hormigón con cubierta de chapa que brilla al sol en la distancia. Estos refugios vienen bien a los pastores que apacientan las afamadas ovejas segureñas, raza autóctona estimada por su carne, aunque curiosamente-y aunque estimo que no debe ser malo el queso de estas ovejas- no se advierten industrias queseras en la zona.
A pesar de la extensión de estos campos no son muchos los caminos que los cruzan; del que llevamos, que es el principal, la mayoría parten como servidumbre de los cortijos. Hay uno, poco después de Rambla Seca, que se dirige a cruzar la sierra para, una vez pasada, descender hasta Fuente Segura. Nosotros seguimos por el principal para desviarnos más adelante, a la izquierda, por una pista en buenas condiciones que discurre más allá encajonada por el arroyo de la Fuenfría y la Rambla de los Cuartos, pero que, a fin de cuentas, viene a unirse nuevamente al camino principal en una curva poco antes de llegar a la aldea de Don Domingo, donde volvemos a tomar asfalto.
Estos campos que hemos atravesado, plácidos y de horizontes abiertos, suelen cubrirse con un espeso manto de nieve en el invierno conformando una estampa que se asemeja a las estepas rusas y que los hacen impracticables durante muchos días de los meses invernales. En el recorrido de hoy, a lo largo de casi cincuenta kilómetros sólo nos cruzamos con un guarda forestal, unos pastores y unos excursionistas; todos ellos en sus flamantes todoterrenos.